El juramento de Berthalina

imagesCuando lavar para la calle era una de las pocas opciones de las mujeres en Cuba. Manuela, una señora muy bella, de pelo negro ensortijado, tez mestiza y estatura pequeña, se enamoró de Abelardo, un hombre alto y delgado, recto como una vara de tumbar gatos.

Si recto era en su postura física se superaba  en cuanto a conceptos, tanto tanto que no le importaba lastimar para hacer cumplir  su voluntad.

De la unión nacieron seis hijos, tres hembras y tres varones y entre ellas Berthalina,  inquieta,  en buen cubano «de anjá», a ella si no había quien le pusiera un pie encima. Nació asi,  rebelde, contestona, pícara, pero también desprendida, amiga de sus amigas y con una chispa para los negocios y la vida que la distinguieron.

Un dia, sin querer rompió un adorno, recuerdo de familia y su padre, indignado, la fue a golpear,  se desprendió a correr, saltando una cerca de nevada que bordeaba la casita de madera en la que vivía en el barrio de los Tibores, en el antiguo Varadero y no regresó hasta tarde, cuando su madre le aseguró que el viejo dormía y que había logrado calmarlo. «Es que no aprendes, vives y mueres haciendo de las tuyas y tú sabes como es tu padre» -dijo Manuela quien protegía a su hija a sabiendas de buscarse un problema con su marido.

Berthalina adoraba a su papá, a pesar de su carácter, reconocía en él lo trabajador que era, como se preocupaba por todos, por sus estudios, la ropa y la comida pero no podía aceptar el miedo que su mamá sentía por él y mucho menos cómo para darle algún gusto,  tenía que esconderse. Fue entonces que decidió, que el dia que se casara no le permitiría a su marido ni una miradita rara, ni una vocecita fuera de tono y mucho menos una amenaza que pudiera marcar la felicidad de sus hijos.

El domingo siguiente, en ceremonia casi ritual, se puso su mejor vestidito, de color rosa, encajes blancos en el torso y una cinta  alrededor de la cintura, los zapatos de charol negros (porque según su padre había que comprarlos encubridores y que pegaran con cualquier ropa)  y con dos flores rojas en la mano se dirigió al parque del pueblo, donde crecía vigorosa una mata de ceiba, se arrodilló frente a ella y dijo con la mayor convicción: «pobre de quien se case conmigo, vivirá para servirme y todo lo que haga será poco para tenerme feliz».

El tiempo pasó, Berthalina contrajo matrimonio,  y, por suerte para ella y sus hijos, encontró al mejor hombre sobre la tierra, a Geo, un mulato bonachón que ha vivido para adorarla y complacerla, como solo saben hacer los tipos buenos de verdad.

Acerca de regla7

Soy una cubana que ama su país y necesita estar rodeada de buenas personas.Amo la sinceridad y la lealtad
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